Gran Crónica de los Reyes (III). De carne y sangre.
Hammond no podía entender qué es
lo que estaba pasando. Hacía horas que el termómetro no dejaba de subir. Empezó
alrededor de las ocho de la mañana. Veinte minutos después, toda la instalación
estaba en temperaturas máximas. Se desactivaron los sistemas de calefacción y todo
el personal se desprendió de sus habituales abrigos protectores.
A las nueve en punto, todos se
habían desprendido de los uniformes y los sistemas de soporte superior
alertaban de fallos críticos inminentes. Cómo podía estar ocurriendo algo así
les era totalmente desconocido, al menos hasta que Dan Hammond, piloto y
escolta de los vuelos de carga, decidió investigar en las galerías de
observación.
La respuesta se presentó ante sus
ojos. Y resultaba tan desconcertante como peligrosa. El puesto minero de Asfad,
uno de los más antiguos y valiosos yacimientos de cuarzo del sector, se
encontraba orbitando un gigantesco cuerpo celeste cuya presencia era
completamente inexistente unas horas antes.
No tenía sentido alguno. Asfad
era un puesto de profundidad ubicado sobre un planeta congelado e inerte
orbitando una estrella muerta hacía eones. Las temperaturas en el planeta
oscilaban entre los 120 y los 140 grados bajo cero y la vida en las
instalaciones solo era posible gracias a los potentes sistemas de calefacción y
a la disciplinada vida de su personal minero. Una vida que incluía el uso de
calefactores personales, abrigos sintéticos traídos desde la cercana Eudea, y
estrictas restricciones en cuanto al abandono de las instalaciones. El peligro
de congelación era real tanto en su tiempo libre como en las largas horas de
trabajo en el fondo del yacimiento, donde el calor de la maquinaria contribuía
al confort de los trabajadores.
Y el termómetro seguía subiendo.
Hammond tuvo que refugiarse al ver como el aire de la galería de observación
empezaba a ondularse y se volvía irrespirable. Todo el complejo parecía una
sauna y no existía forma alguna de refrigerarlo, puesto que estas instalaciones
no se habían diseñado para resistir el calor. Tampoco podían descender al
interior del yacimiento, pues el hielo que hasta entonces había cubierto la
superficie del planeta, se había convertido en agua e inundaba todas las
instalaciones hasta el tercer sótano.
A las diez de la mañana, el
termómetro marcaba cincuenta y ocho grados, y subiendo. Algunos miembros del
personal se habían desmayado, mientras otros agotaban como podían las reservas
de gas comprimido tratando de refrigerarse. Las comunicaciones con Eudea
informaban de una situación semejante en el planeta vecino, aunque algo más
soportable gracias a la distancia que los separaba. Tuvieron un breve respiro
cuando la aeronave de carga llegó a la base para el relevo, aportando algo de
protección térmica contra las extremas temperaturas.
Hammond y el resto del personal
entraron la aeronave cuando el termómetro marcó los sesenta y cinco grados.
Urgieron al piloto, que entendía tan poco como ellos, sobre ignorar el cambio
de turno y abandonar inmediatamente el planeta. Debían dirigirse a Eudea y no
volver a las instalaciones hasta recibir órdenes de la compañía y valorar cómo
podía explotarse un planeta helado donde, de repente, ya no existía el hielo.
La aeronave despegó cuando el
aire les abrasaba los pulmones y se alejó del planeta a toda la velocidad que
sus motores, al límite de temperatura, lo permitían. Mientras se alejaban de
Asfad, la tripulación utilizó los paneles tintados para contemplar el cuerpo
celeste que dejaban atrás. Donde antaño se perfilaba un astro vacío y
minúsculo, registrado oficialmente como una estrella muerta, ahora ardía un
rugiente sol: una estrella de gran fuerza y dimensiones crecientes, cuya esfera
parecía aumentar cada minuto que pasaba.
Sin embargo, lo más inquietante
que observó la tripulación no fue esta misteriosa estrella renacida. Lo más
inquietante se encontraba sobre el propio planeta Asfad. Donde antaño se
extendían inmensos glaciares y vastas llanuras de polvo congelado ahora hervían
mares de espumosas aguas. Y erigidos a cientos entre las masas de agua, ciclópeos
pilares de basalto negro se alzaban hacia los cielos, proyectando sus largas
sombras sobre la superficie del planeta.
Cada uno de estos pilares había
empezado a rodearse de un extraño campo de energía, que reflejaba todavía más
la creciente luz del nuevo astro. Todos juntos dibujaban una extraña forma
luminosa sobre la superficie del planeta, parpadeando aquí y allá mientras la
aeronave minera se alejaba de la atmósfera. Hammond miró por última vez las
instalaciones de Asfad y no se sorprendió al contemplar como se hundían entre
las olas de un mar cuyas temperaturas pronto alcanzarían la ebullición.
La temperatura en el interior de
la nave se fue compensando gracias al vacío interplanetario, y de los sudores
de la experiencia previa pasaron a la congelación propia del espacio. Los
abrigos de la aeronave dieron buen servicio a los tripulantes hasta su llegada
a Eudea, un planeta colmena con condiciones similares a las del antiguo Asfad.
Sin embargo, a su llegada, los tripulantes comprobaron que la radiación solar
que estaba derritiendo su antiguo puesto minero también había llegado, algo más
suave, al planeta capital.
Sus antiguas estepas congeladas
se estaban convirtiendo en agobiantes desiertos, igual que sus glaciares eran
ahora poderosos ríos. Y aunque la temperatura ascendía a un ritmo mucho más
sosegado, la subida era imparable. Dan Hammond empezó a inquietarse de nuevo
cuando, al aterrizar la nave, pudo observar en lo alto de las montañas
occidentales un objeto que no recordaba haber visto jamás en Eudea: un
gigantesco pilar de basalto. Su figura perfecta, reflectante y completamente
lisa, le devolvió reflejos cálidos cuando el campo de energía que lo rodeaba
refulgió con fuerza.
Y la temperatura volvió a subir. Hammond
salió de la nave y se dirigió al cuartel donde residía durante los permisos y
en las jornadas libres. Como piloto, la vida le daba algunas holguras, cosa que
no podía decir del resto de sus compañeros de excavación. Sin embargo, también
tenía algunas obligaciones adicionales, y una de ellas era ponerse a
disposición de la comandante de la guarnición, Eva Skoe, cuando se producían
situaciones de crisis. Esta era una de ellas.
Skoe era comandante en las
Fuerzas de Defensa Planetaria de Eudea, y en ese momento trataba de organizar a
las fuerzas existentes para evitar los disturbios. Habían comenzado saqueos por
todas partes, y la civilización tal y como la conocían estaba a punto de
desaparecer en mitad del súbito verano que tenían que afrontar. Skoe enviaba
destacamentos aquí y allá para reestablecer el orden en las ciudades, cuando
vio llegar a Hammond. Eran viejos amigos.
La conversación fue corta. Al
recibir noticia de su llegada al planeta, la comandante le había asignado una
misión que sabía estaba dentro de sus capacidades. Tenía que tomar una aeronave
de reconocimiento y recoger a una pareja de científicos cuyo propósito era
examinar los pilares de basalto que no dejaban de surgir por todo el planeta y,
según las informaciones recibidas, todos los planetas a su alrededor.
No era ninguna coincidencia.
Hammond se puso en marcha y se dirigió al aeródromo, donde ya le esperaban los
científicos. Uno de ellos era una investigadora civil llamada Natalia Elia,
mientras que el segundo investigador no podía ser otro que el Magos Iker Mann,
un reputado asesor científico de la Fuerza de Defensa Planetaria y consejero
del gobernador Solomon.
La aeronave de reconocimiento despegó
con un fuerte rugido y se dirigió a las montañas, donde el más cercano de los
pilares continuaba refulgiendo. La temperatura seguía subiendo y Hammond estaba
muy preocupado al comprobar como los picos de energía ascendían cada vez más
según se aproximaban al pilar. El magnetismo terrestre también era motivo de
preocupación, pues la brújula había empezado a lanzar direcciones erróneas. Algo
no iba bien.
Volaron hasta la base misma del
pilar y allí es donde anotaron sus primeras impresiones. La primera de ellas
fue valorar erróneamente el tamaño del mismo, pues si ya parecía gigantesco
desde la distancia de las ciudades, ahora resultaba simplemente inabarcable.
Más alto que las mismas montañas, su estatura ascendía hasta la veintena de
kilómetros. Su anchura era todavía más impresionante, pues, aunque su cúspide
piramidal no parecía más grande que la aeronave en la que viajaban, la base del
pilar podía tener varios kilómetros de lado. Era un monstruo gigantesco y extraño,
y les alteraba enormemente pensar en cuál era su misteriosa procedencia.
Nadie sabía de dónde procedían, y
nadie los había visto aparecer. La noche anterior no estaban allí y, sin
embargo, ahora podían verlos y tocarlos, cuan impresionantes eran. Y pese a las
advertencias del Magos, Elia se atrevió a posar las manos en su superficie.
Estaban fríos.
No tenía sentido. La temperatura
en Eudea no solía superar los cinco o seis grados y ahora estaban a más de
cuarenta. Y, sin embargo, el pilar estaba frío como la piedra a la que nunca da
la luz del sol. Al pronunciar esta última palabra, Elia notó como el pilar
emitía ligeras vibraciones y su estructura se recomponía, emitiendo sobre su
superficie luces que parecían glifos.
El Magos Mann no dejaba de tomar
anotaciones en sus diversos dispositivos hasta que el calor les obligo a los
tres a desprenderse de la mayoría de abrigos que portaban, algo especialmente
llamativo en el caso del sacerdote del Mechanicus. Dos brazos hidráulicos que
emergían de su espalda contrastaban fuertemente con la escasa y pálida piel de
su cuerpo biológico.
A lo largo del día anotaron y
tomaron imágenes de todas las inscripciones que pudieron y concluyeron su
primer registro. Al pasar las horas de mayor calor pudieron comprobar, de
nuevo, como el magnetismo del planeta había empezado a cambiar. La rotación
planetaria se había alterado y, pese a acercarse la hora del anochecer, seguía
habiendo luz y seguía haciendo calor. Muchos animales de las montañas aparecían
aquí y allá, desorientados por el cambio en la luz y la presencia humana. Los
científicos anotaron también su comportamiento, especialmente cuando
comprobaron que los animales buscaban refugio a las altas temperaturas
apoyándose en la fría superficie del pilar.
Y así es como llegó la noche y
Hammond dirigió su aeronave de vuelta a la ciudad. Marcaba medianoche, pero el
sol seguía refulgiendo sobre los cielos, algo inclinado sobre el eje de
rotación natural del planeta, como si temiese ocultarse por un momento y solo
se hubiese apartado ligeramente de su posición.
Y seguían subiendo las
temperaturas. Al segundo día la media volvía a ser superior a cuarenta grados y
no había habido una noche como tal. Los ciudadanos de la colmena habían sufrido
la noche de forma muy desigual: en lo alto de las agujas, los ciudadanos más
ricos habían conseguido aislarse del calor y obtenido sistemas de
refrigeración. Sin embargo, en la base de la colmena, las gentes más pobres
habían sufrido de manera inhumana, buscando la escasa ventilación de los
respiraderos y agolpándose en las zonas de sombra que la luz no podía alcanzar.
Los disturbios habían continuado
mientras una mitad de la población trataba de abandonar el planeta y la otra
mitad intentaba adaptar su vida a las nuevas circunstancias de tiempo y
temperatura. Mientras tanto, Hammond continuaba como recadero y conducía a los
investigadores a investigar los pilares. El proceso se extendió más de una
semana: a veces visitando el pilar más cercano y a veces otros más lejanos, sin
obtener conclusiones demasiado precisas y sin desentrañar los misterios de
estas enigmáticas estructuras.
Ni siquiera lo habían tenido
fácil para obtener una muestra mineral de los pilares, inquebrantables como
eran a la maquinaria humana. La experiencia de Hammond en este sentido vino muy
bien al Mago Mann y a la investigadora Elia, pues gracias a un potente equipo
de minería fue posible desgajar una minúscula porción de basalto para ser
investigada en laboratorio. Quedaron muy sorprendidos y algo aterrados cuando
el daño sobre la superficie del pilar fue rápidamente regenerado: la estructura
molecular de basalto se volvió líquida por unos instantes y, donde unos
segundos antes habían cortado un pequeño bloque de piedra, ahora la superficie
se había regenerado y volvía a ser perfectamente lisa y regular.
Los resultados del laboratorio
resultaron sorprendentes, pues detectaron una aleación de más de un centenar de
componentes, incluyendo la valiosa noctilita, un mineral tan valioso como raro
que provocó una sacudida en el Magos Mann, que no tardó en contactar con los
miembros de su orden para informar del magnífico hallazgo. Si cada uno de los
gigantescos pilares contenía una mínima cantidad de este mineral, el total de
ellos podría abastecer al Imperio durante muchos años. Y eso había que
aprovecharlo.
Por desgracia para él, no tuvo
demasiado tiempo para disfrutarlo. Al séptimo día, con algo menos de cincuenta
grados de media, los disturbios se volvieron salvajes. Las Fuerzas de Defensa
Planetaria empezaron a unirse a las revueltas en busca de mejores condiciones
de vida o de transportes con los que abandonar el planeta. Los disturbios se
convirtieron en auténticas guerrillas urbanas, y se estableció un restrictivo
toque de queda que alteró las misiones de investigación. Ya no había naves
disponibles para objetivos secundarios: todos los pilotos debían presentarse en
puestos de combate.
Así es como Hammond terminó
combatiendo contra insurrecciones civiles y el Magos Mann fue reasignado a la
reparación y el mantenimiento de vehículos. Natalia Elia tuvo algo más de
suerte y pudo continuar con sus estudios sobre los pilares, pero desprovista
completamente de recursos y sin poder realizar nuevos análisis sobre el
terreno.
El orden imperial no sobrevivió
al caos. Guerrillas y bandas se hicieron con el control de las colmenas, y
muchos de los defensores del orden sucumbieron o se retiraron a navíos en
órbita a fin de abandonar el sistema o tratar de restaurar el orden desde allí.
No fue el caso de Eva Skoe, comandante de la defensa planetaria, a la que se
identificó muy pronto como responsable de las revueltas. Por lo visto y,
manteniendo un secreto estricto, Skoe se había unido a una secta muy extraña
que había empezado a surgir en las profundidades de la colmena: una secta que
adoraba a la nueva estrella cuya radiación los extenuaba.
Pintando un sol ardiente sobre sus
armaduras y vehículos, los miembros del culto solar habían empezado por
exterminar a los sacerdotes de la Eclesiarquía imperial y a los altos mandos
del planeta. Incluso lograron ejecutar al gobernador planetario Solomon, justo
antes de revelar su credo y mostrarse ante la sociedad. Ahora eran una fuerza
imparable, dotada de armas y vehículos, que sometía a todos aquellos que
trataban de abandonar el planeta o cuestionaban su autoridad.
Fue un momento difícil para
Hammond. Él nunca había sido una persona religiosa: era un individuo mucho más
pragmático al que no le importaba un credo u otro. Mientras sus créditos y unas
condiciones dignas de vida estuviesen aseguradas, a él no le importaba adorar a
un águila o a un sol. Esta decisión le salvó la vida, y también a Natalia Elia.
Recomendada por Hammond, el culto solar había tratado de convencerla de unirse
a ellos. Y ella había aceptado, pues llevaba varios días obsesionada con las
propiedades misteriosas del mineral encontrado. No podía creer cómo podía mutar
y funcionar de una forma tan orgánica y efectiva. En otros tiempos, lo habrían
considerado un milagro.
Así fue como, apenas unas semanas
después del extraño fenómeno celeste que había reactivado a una estrella
muerta, la sociedad de Eudea había cambiado para siempre. La violencia se había
extendido y los altares imperiales habían ardido bajo los radiantes rayos del
sol. La noche, como la conocían, había desaparecido, y se habían improvisado
refugios donde el culto solar mantenía a sus seguidores protegidos de la
radiación nocturna.
Los defensores imperiales
hicieron cuanto pudieron por contener al culto, y una gran batalla final se
libró sobre la órbita del planeta cuando los cruceros de transporte y algunas
fragatas armadas intentaron bombardear las ciudades que se habían rendido al
culto solar. No lo lograron, pues varios motines se sucedieron en su interior
y, lo que había empezado como una operación de bombardeo, terminó como un
combate naval donde numerosos navíos fueron destruidos y esparcidos por la
ardiente superficie del planeta.
Restos dispersos de la flota leal
al Imperio lograron escapar desesperadamente, mientras el culto solar se
afianzaba aún más en el planeta. Fue entonces cuando, por fin, las temperaturas
en Eudea terminaron de estabilizarse. Esto fue interpretado como un verdadero
presagio pues, con cincuenta grados exactos de temperatura, la vida pudo
comenzar de nuevo, adaptada a las nuevas y ardientes condiciones planetarias.
Individuos como Eva Skoe
alcanzaron la práctica santidad y fueron vistos como liberadores. Al expulsar
al Imperio, el planeta mismo había respondido con satisfacción y había detenido
su inexplicable aproximación a la nueva estrella, salvándolos a todos. Empezaba
una nueva era en Eudea, y Hammond podía contemplarla desde un punto de vista
privilegiado como piloto y escolta personal de la nueva Matriarca del Sol, como
llamaban ahora a su antigua comandante.
En aquellos días, Skoe construyó
nuevos templos y reunió a las masas en enfervorizados discursos. Propagó el culto
solar en todas las ciudades del planeta, exterminando a quienes se negasen a
aceptarlo. Si hubiesen preguntado a Hammond qué opinaba del genocidio, hubiese
respondido encogiendo los hombros, consciente de que esa era la misma política
que había llevado a cabo el Imperio. Y él no era ningún justiciero.
Los días del culto, sin embargo,
estaban contados. Consciente de la rebelión que había tenido lugar, el Imperio
no tardaría en enviar una flotilla con la que someter al planeta, y Skoe lo
sabía. Trabajaron muy duro para reestablecer la defensa planetaria, construir
nuevos refugios y prepararse para un nuevo conflicto, que podría tardar meses o
incluso años en llegar. La lentitud del Administratum jugaba a su favor,
excepto por un detalle que pasaron por alto: la presencia del mineral de
noctilita.
Cualquier otro mundo podría haber
sido abandonado a su suerte o recuperado a lo largo de más de una década si
existía alguna flota disponible para responder. Pero Eudea había informado de
la presencia de noctilita, y ese material era demasiado valioso para dejarlo a
su suerte.
Por lo tanto, solo tuvieron que
esperar unos meses hasta que una flota del Adeptus Mechanicus, con el Magos Iker
Mann a la cabeza, apareció en los cielos. No era una flota demasiado grande,
pero sí se encontraba fuertemente armada y no tardó en someter a la escasa
defensa planetaria que Skoe había organizado. El bombardeo siguiente no duró
demasiado y acabó con la población de muchas de las ciudades. Sin embargo, el
Mechanicus no se molestó en organizar una concienzuda campaña en tierra, como
sí habrían hecho sus homólogos inquisitoriales.
El Adeptus Mechanicus esparció a
sus naves por el planeta y utilizó a la mayor de ellas, una poderosa fragata,
para tratar de llevarse de allí lo que más querían: la noctilita. Mientras las
ciudades eran bombardeadas sin descanso, un poderoso rayo tractor fue orientado
hacia el primero de los pilares y trató de arrancarlo, sin éxito, de las
entrañas de la tierra. Fracasada su operación desde el aire, los sacerdotes del
Mechanicus desembarcaron equipos de minería y poderosos servidores con los que
cortar los pilares si era necesario. Y esto significó su fin.
Skoe no tenía recursos para
organizar un contraataque, por lo que no se le podía atribuir lo que sucedió a
continuación. Ni siquiera ella pudo explicarlo, refugiada como estaba en un
bunker de defensa, desde donde confundía los terremotos del planeta con el
intenso bombardeo orbital. Pero Hammond, desde su puesto de observación aérea,
sí que lo vio.
Cuando los equipos de minería
empezaron a excavar en la base del pilar, detectaron que su estructura se
prolongaba hacia el interior de la tierra más de un centenar de kilómetros. Era
imposible sacarlo entero, pero sí podrían cortarlo y procesarlo, destinando
futuras excavaciones mineras. Emplearon una gigantesca sierra de energía para
comenzar las operaciones mientras la fragata principal volvía a activar su rayo
de tracción para llevarse la cúspide del pilar.
Y en ese momento, no muy lejos de
allí, una superestructura semicircular se materializó de la nada. En su centro,
un cristal azulado comenzó la acumulación de energía y, unos segundos después,
un rayo hiper-concentrado, se proyectó contra la nave humana. Solo duró un
instante, pero el rayo atravesó escudos, blindaje y tripulación, y partió en
dos a la desprevenida fragata, cuya estructura detonó de manera salvaje antes
de precipitarse sobre la superficie y estrellarse a los pies del impasible
pilar. Sus restos ardieron durante días, como lo hicieron los de todas aquellas
naves que intentaron una operación similar sobre los pilares. El planeta se
defendía.
Debilitada la flota y temiendo
nuevos ataques desde la superficie, el Adeptus Mechanicus se retiró de Eudea.
Skoe y los suyos se habían salvado por la mínima, y a Hammond empezó a
recorrerle un escalofrío al pensar en la suerte que habían tenido. No esperaba
una respuesta tan rápida y firme por parte del Imperio, y solo el azar les
había salvado de represalias mayores. Lo que fuera que hubiese destruido a la
fragata imperial, les había salvado a todos. Hammond explicó lo que había
pasado y señaló en los holomapas el origen del rayo que había abatido al
gigante enemigo. Pero cuando trataron de investigar el misterioso rayo, ya no
estaba allí.
Las preguntas seguían sobre la
mesa y solo una certeza religiosa acudía en su auxilio: el planeta no quería al
Imperio allí, y les protegía contra las incursiones invasoras. Las grandes
estructuras de basalto eran un regalo planetario y ellos, como adoradores del culto
solar, debían venerarlos. Protegerían a los pilares y estos les protegerían a
ellos. El discurso era fantástico y fácil de entender para las masas. Así es
como el culto volvió a crecer y la población, enfervorizada y violenta,
obedeció.
Pasaron muchos meses en los que
el culto continuó creciendo. Y cerca de un año cuando se consideró que el
peligro había pasado. Las ciudades se reconstruyeron y la prosperidad volvió al
planeta, autosuficiente para la mayoría de sus necesidades. Se tuvieron que
recortar muchos privilegios respecto a los planetas cercanos y no llegaba el
suministro de algunos productos de lujo que las élites valoraban mucho. Pero la
frugalidad era parte del culto solar y, por tanto, no se echaron de menos salvo
en las más altas esferas. Tampoco llegaban noticias de los planetas cercanos y
Skoe, nueva gobernadora de Eudea, lo tomó como algo positivo: sin
interferencias externas tampoco habría conflictos.
Con el paso del tiempo, el
carácter de Skoe se fue tornando sombrío. Y para personas cercanas, como lo
eran Natalia Elia o Dan Hammond, esto tuvo repercusiones negativas. Cada vez
salía menos de los palacios y muchas veces se retiraba los refrigeradores
personales, un fantástico artilugio de nueva creación, y se exponía a los
cincuenta grados solares en pleno día. Vagaba por las altas agujas de las
nuevas ciudades colmena y contemplaba a sus gobernados utilizando una aparatosa
corona con forma de sol naciente. También institucionalizó su antiguo título de
Matriarca del Sol. Estas excentricidades no pasaron desapercibidas a la
población, que la rechazaron abiertamente o, todo lo contrario, empezaron a
adorarla de forma mesiánica.
Hammond estaba preocupado por su
salud. En los meses siguientes, Skoe aparecía con quemaduras por todo el cuerpo,
y grandes abrasiones en la piel revelaban prácticas poco saludables. Con el
tiempo, había empezado a perder la cabeza. Un día la encontraron hablando a
solas en sus habitaciones, dirigiéndose a un supuesto heraldo de los dioses del
Sol. Según ella, el planeta no se llamaba Eudea, sino Borealis. Debían
recordarlo.
La locura embargó a la Matriarca.
Exigió a los habitantes un tributo para los dioses y pidió que se organizasen
equipos de minería para obtener determinados recursos. También estableció un
nuevo y restrictivo toque de queda, aumentó las ceremonias religiosas en torno
a los pilares, y ordenó la construcción de grandes estatuas y templos en honor
a las divinidades celestes.
Muchos vieron este comportamiento
como una consecuencia natural de la exposición prolongada a la estrella
radiante. Otros empezaron a oponerse a ella. Por una vez, Hammond se planteaba
no seguir sus delirios. La construcción de los templos fue rápida, pero al ver
a Skoe caer en trance al entrar en ellos, se alertó definitivamente. Entraba en
éxtasis y empezaba a pronunciar un himno en lengua desconocida que repetía sin
parar una palabra: Solaris.
Skoe utilizaba esta palabra sin
parar, y empezó a referirse a la nueva estrella bajo este nombre: Solaris, la
infinita, la radiante. Seguía teniendo comportamientos extraños y, sometida al
espionaje de sus propios súbditos, terminó por aterrarlos. Uno de los espías al
que encargaron la vigilancia de la Matriarca apareció muerto en sus
habitaciones, con la garganta destrozada como si la hubiesen aplastado con unas
tenazas de acero.
Fue entonces cuando Skoe reveló
su mayor secreto al pueblo. En el aniversario del triunfo de la revuelta, la
Matriarca del Sol se dirigió a todos los habitantes del planeta y les dio la
buena nueva: los dioses del Sol visitarían Borealis, la antigua Eudea, antes de
un año y había que prepararles un recibimiento como nunca antes visto. Ordenó a
las masas que se preparasen y organizó un festival de duración y dimensiones
estrafalarias.
La población se organizó como
mejor supo y terminaron templos y avenidas a toda prisa. Las calles se
vistieron con telas y con flores, y se organizaron juegos, ceremonias y toda
clase de rituales para los futuros dioses del Sol. El culto solar se multiplicó
en tamaño y en seguidores, y muy pronto toda la población se había contagiado
de esta nueva fe. No fue un periodo desprovisto de incidentes, pues en
ocasiones se detectaba a antiguos seguidores del credo humano, o incluso a
agentes imperiales que, en secreto, trataban de analizar la situación del
planeta. Se les ejecutaba sumariamente. Se puso de moda un método especialmente
cruel, por el que se desnudaba a las víctimas y se las dejaba arder en las
plazas públicas bajo el despiadado efecto de los rayos del sol, a veces
concentrados mediante lentes preparadas a tal efecto.
Antes de cumplirse un año para el
recibimiento de los dioses, todo el mundo admiraba a la Matriarca, que paseaba
por los jardines resecos de la ciudad, dotada de nuevo con su extravagante corona
y portando ropajes bordados con los símbolos del culto solar. Se celebraron
sacrificios animales y el nuevo cuerpo sacerdotal preparó todo para el que se
conocería como el Día de la Llegada.
Ese día fue especial. Sucedió en
verano y la población se despertó en sus refugios lumínicos con una sensación
largo tiempo olvidada: la oscuridad. Aquel día esperado comenzó con un eclipse
solar. Todas las gentes se reunieron en las plazas y comenzaron de nuevo las
festividades mientras una gigantesca mole negra tapaba los rayos solares y
devolvía un mínimo de frescor a las abigarradas calles. La gente cantaba, bebía
y festejaba la llegada de los dioses pese a ignorar completamente lo que
estaban viendo.
El eclipse no remitió aquel día.
Ni el siguiente. Ni a lo largo de toda la semana. Fueron, en realidad, tres
semanas hasta que empezaron a percibir cambios en su forma. La población había
empezado a enfriar su ánimo, temerosa de que la llegada de los dioses había
sido, en realidad, un gran fiasco. Hammond se encontraba entre estas opiniones.
Tres semanas después, sin
embargo, se produjo lo que muchos habían esperado. La gran mole negra reveló su
forma y comenzó a aproximarse a Borealis, tapando todavía más a la esfera solar
en el firmamento. Es entonces cuando los asustados habitantes del planeta
contemplaron que no se trataba de mole, pecio o cuerpo celeste alguno. Era una
nave espacial: una nave de tamaño infinito y forma de media luna, cuya sombra
proyectada sobre el planeta se iba haciendo cada vez más grande.
La media luna se aproximó a la
atmósfera y Hammond contempló como las puntas de los pilares, todavía erigidas
hacia los cielos, reaccionaban a la aproximación, brindándole extrañas
emisiones energéticas. La nave se detuvo a muchos kilómetros de la superficie
y, desde sus entrañas, varios aparatos más pequeños descendieron hasta las
ciudades. Uno de ellos se aproximó hasta la gran colmena central y se posó
suavemente sobre lo más alto del Templo del Sol, el inmenso espacio religioso
que el culto había construido en los promontorios más altos de la urbe.
Hammond buscó a Skoe por todas
partes y comenzó los preparativos del gran ritual que ella le había ordenado.
Tenía que ser perfecto y necesitaba que ella confirmase todos los aspectos del
mismo. Sin embargo, no la encontró en su residencia. Tampoco en la ciudad. Solo
había un lugar donde podía estar. Ascendió los escalones del Templo del Sol,
donde riadas de gente se agolpaban durante horas esperando ver a los dioses,
sin éxito.
Abriéndose paso entre los
guardias del culto, Dan Hammond cruzó las puertas y recorrió el sanctasanctórum
flanqueado de columnas. Desde la sala central contempló el perfil de la nave
que allí se había posado y se estremeció cuando un apéndice mecánico que
procedía del vehículo se lanzaba sobre él para analizarlo. Súbitamente, un
portal dimensional partió del apéndice y le invitó a adentrarse en sus
misterios. Hammond dudó, pero la silueta desdibujada de Skoe, al otro lado, le
animaron a cruzar.
Fue una experiencia dolorosa.
Todo a su alrededor quemaba y le hacía daño. Sus ropas, su pelo, su piel: todo
ello ardía y le abrasaba. Se despojo de todo cuanto no formase parte de sí
mismo y, tras un último esfuerzo, logró pasar al otro lado.
Allí estaba Skoe, desnuda como
él, desprovista de corona o uniforme y con la piel abrasada. El calor del
tránsito dimensional a un nuevo mundo les había dejado marca: grandes surcos de
erupciones cutáneas que dibujaban extrañas formas sobre sus cuerpos. Formas
que, sin embargo, tenían sentido en el lenguaje de los dioses.
Skoe miró a Hammond y lo invitó a
acercarse. Se encontraban en un extraño jardín alienígena donde el calor del
sol no quemaba ni agotaba, sino que reconfortaba. Lo abrazó y entonces Hammond
comprobó como no podía mirarlo: estaba ciega, con los ojos abrasados. Skoe le
pidió que cerrase los ojos y que no volviese a abrirlos, pasase lo que pasase. Tampoco
tuvo oportunidad de protestar.
El sol en el firmamento multiplicó
su fuerza. Todo quedó bañado por una luz cegadora, y Hammond tuvo que taparse la
cara con las manos, siendo sus párpados insuficientes para rechazar el chorro
de luz que lo envolvía todo y que le estaba quemando. No había forma de ver
nada, tal era la potencia de la estrella que, en ese momento, descendía como un
dios incandescente hacia los dos humanos, que se abrazaban y encogían
temerosos.
Una voz profunda empezó a
llamarlos. Una voz todopoderosa, infinita, que no hablaba a sus oídos sino a
sus mentes. No era un sonido sino un trueno. No eran palabras sino verdades. La
voz pronunció sus nombres como nunca antes los habían oído, en una lengua que
no era la suya y que, sin embargo, entendían.
Hammond y Skoe no se atrevieron a
hablar, aterrorizados por la desbordante presencia, pero la voz volvió a
llamarlos. Les transmitió calma y seguridad. Les transmitió vigor, y por fin Hammond
suplicó, con el rostro irritado por la ceniza de sus abrasados ojos, saber quiénes
eran ellos y por qué les habían llamado. La respuesta resonó en su cabeza.
Soy el que porta la Luz.
Los humanos volvieron a
encogerse, temerosos de las palabras y del ser que las pronunciaba, al que no
podían ver y que, sin embargo, les observaba más allá de sus cuerpos. Se sentían
insignificantes, minúsculos, ante el ser divino que tenían delante y que les
hablaba con enigmas cargados de verdad. Sentían su presencia, inenarrable e
indescriptible.
Se os ha llamado para cumplir
mi Voluntad.
Se os ha llamado para acometer
una misión sagrada. Repoblaréis la tierra que pisáis y me ofreceréis a vuestros
hijos. Y estos me ofrecerán a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Y así será
hasta que os hayáis multiplicado y vuestra estirpe pueble el universo.
Este es el pacto que hago con
vosotros. Viviréis para siempre y en paz. No os faltará alimento ni aire para
vuestros pulmones. No tendréis nada que temer, pues mientras habitéis en la
tierra de los dioses, el Sol os será cálido y no habrá oscuridad que pueda
heriros.
Recibiréis el abrazo de la
divinidad y, cuando estéis listos, volveré para unirme a vosotros. Y los que
fueron volverán a ser. Y los que serán vivirán eternamente.
Y con estas últimas palabras, el
ser de luz tomó sus manos. El frescor de su tacto los embargó y los transportó
de nuevo al sanctasanctórum del Templo del Sol donde, desnudos y marcados por las
quemaduras, prometieron predicar la nueva fe.
Una fe con un nuevo lema: Solaris
Sol Inmortalis.
En la exosfera del planeta, el navío con forma de media luna volvió a ascender y comenzó a alejarse de la superficie. Los habitantes de las ciudades se miraron decepcionados al ver partir a sus dioses: un sentimiento que, sin embargo, duraría muy poco. Los elegidos de la divinidad estaban con ellos, y su predicación había comenzado.
A bordo del gigantesco navío de
los dioses, ahora identificado como un Acorazado necrón de clase Cairn, el phaeron
de la dinastía se preguntaba si este plan llegaría a funcionar en algún
momento. Sus crypteks habían elegido a parejas humanas fértiles de todos los planetas del Sistema Solaris aprovechando la confusión que el renacer de la
estrella estaba provocando entre las razas inferiores. Expulsado de sus
territorios el imperio del cadáver terrano, las nuevas generaciones humanas que
naciesen allí lo harían bajo el emblema de la Dinastía del Sol. Serían los
súbditos del Gran Rey Proteus Hyperion, el Heresiarca, el que ha visto la Luz, el Resplandeciente, y cuyo teatro había
convencido ya a un centenar de hombres y mujeres.
Jamás pensó que la raza necrontyr
terminaría recurriendo a los mismos engaños que el Embaucador Mephet’ran había
utilizado con ellos para introducirles en la biotransferencia. Pero sus
crypteks le habían jurado que revertir el proceso era posible: solo hacía falta
un número suficiente de humanos con los que experimentar y cuerpos que habitar.
Y algún día, que podría no llegar
jamás, todos ellos volverían a ocupar cuerpos de carne y sangre.
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