Gran Crónica de los Reyes (I). El renacer del Sol
Allí, dos ojos que habían permanecido cerrados durante eones, se abrieron para volver a contemplar la tenue luz de Solaris: una estrella vengativa que había azotado con su radiación al cosmos y que ahora permanecía prácticamente apagada y fría en el centro mismo del sistema planetario. Los ojos pertenecían a una figura regia, embutida en una tumba cronostática inmensamente decorada y con ambos brazos cruzados en torno al pecho, donde un estuche redondo y un cartucho dinástico permanecían firmemente sujetos.
El Gran Rey se alzó en su sarcófago y contempló la oscuridad que le rodeada, pues solo la iluminación auxiliar de la cripta bañaba su rostro metálico y dorado, reflejando los angulosos matices de su doble corona real. Proteus Hyperion, el Gran Rey, el Portador del Sol, el Que ha mirado a las Estrellas, el Invicto, se incorporó definitivamente y comenzó a recordar cuanto era y cuanto debía hacer.
Había llegado la hora del Despertar. La hora de alzar a las legiones y restaurar el Imperio Infinito.
De espaldas al portón de la cripta, Proteus instaló el cartucho dinástico en el reactor de su pecho y tomó el control de toda la tumba, como era su derecho de nacimiento. Después avanzó unos pasos y abrió las grandes puertas del Salón del Amanecer. En esa inmensa cámara, de cientos de metros de altura, aguardaba arrodillado un ciclópeo atlante de piedra que sostenía sobre sus espaldas la cúpula celeste.
Proteus caminó tranquilo hacia el rostro del atlante y abrió el estuche que portaba consigo. La luz de un millar de estrellas emergió de una pequeña esfera contenida en el estuche e iluminó por completo el Salón del Amanecer, reflejando las sombras del rey y del gigante de piedra mientras se aproximaban.
Proteus tomó la esfera, a la que solo sus ojos podían mirar, y la introdujo en una apertura magnética en la base del atlánte, desde la que salió rodando hacia el interior de la cúpula celeste. Cuando llegó a su centro exacto, el resplandor de la esfera se multiplicó por mil y el sonido de un trueno recorrió el salón entero, se extendió a todas las salas contiguas, inundó los miles de kilómetros del complejo funerario y abandonó el planeta, resonando en todos los mundos que componían el kemmeht del reino. La luz de Solaris inundó el cosmos de nuevo y la energía ilimitada de los dioses de la creación sobrecargó los sistemas de toda la cripta, que empezaron a activarse. Nobles, criptecnólogos, guerreros y siervos de la dinastía abrieron sus ojos de golpe. Los circuitos del planeta fueron puestos a prueba ante la potencia que volvía a recorrer sus arcanas estructuras, y sistemas que llevaban milenios aletargados volvieron a funcionar a pleno rendimiento.
Ante la sobrecarga, el colosal atlante de piedra cobró vida y se puso en pie frente al Gran Rey. Con el esfuerzo grabado en su rostro, alzó la gran cúpula de los cielos con sus cincelados brazos y la empujó hacia el techo para introducirla en la superestructura galáctica que coronaba el Salón del Amanecer. Al hacerlo, un haz de luz ultraconcentrado partió del planeta y se fundió con la moribunda estrella Solaris, que explotó. Y donde unos segundos antes crepitaba un fuego lento y débil, ahora ardía una llamarada infinita e inmortal que bañaría con su luz a toda la galaxia.
Solaris había despertado. Proteus Hyperion había despertado.
El Gran Reino del Sol había despertado.
¡Solaris Sol Inmortalis!
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