Gran Crónica de los Reyes (II). Recuerdos.
Existen relatos profundos y misteriosos.
Pero pocos son tan profundos y misteriosos como la Gran Crónica de los Reyes de
Solaris. Los habitantes de este antiguo imperio enmudecieron eones atrás y
ahora solo Trazyn y yo conservamos algunas copias parciales de este manuscrito,
mitad historia y mitad leyenda, que reza:
En la noche de los tiempos,
cuando las estrellas nacían y morían por la voluntad de los dioses, tuvo lugar
la más grande de las guerras. Una guerra entre divinidades ancestrales y
extraños habitantes de las profundidades del cosmos. Las civilizaciones se
alzaban y caían: brillaban unos miles de años y se extinguían entre las risas
de criaturas más longevas que el propio tiempo.
En aquella oscuridad infinita, la
raza de los necrontyr se dejó arrastrar al engaño. Marcados por su naturaleza
débil y enfermiza, los necrontyr se lanzaron a conquistas que no podían abarcar
y a batallas que no podían ganar. Su derrota frente a los ancestrales era
inminente, y solo una voz enigmática pudo empujarles a cambiar este destino.
Esa voz pertenecía a Mephet’ran, conocido como el Embaucador, un perverso dios estelar
que hablaba en nombre de la raza de los poderosos c’tan.
El Embaucador vertió promesas de victoria
e inmortalidad en el oído de los arrogantes necrontyr que, deslumbrados por la
gloria, aceptaron el pacto de sangre y se sometieron al dios y sus designios. Y
así, la victoria y la inmortalidad no tardaron en llegar, pero no en la forma
que los necrontyr esperaban. La antigua raza se entregó a los c’tan y comenzó
una orgía salvaje en la que las almas de todos ellos fueron devoradas por los
ávidos dioses estelares mientras sus cuerpos eran convertidos en una
imperecedera forma mecánica, impasible al paso de los siglos. Nacían así los
necrones, inmortales y sometidos a la esclavitud por los omnipotentes c’tan.
Sin embargo, no toda la raza
necrontyr se sometió al pacto con Mephet’ran de la misma forma. No todos
cayeron convencidos ante el poder del Embaucador. Pese al mandato de sus reyes,
algunos desobedecieron y resistieron. En estos casos, las arcas fantasma volaban
sobre las monolíticas ciudades buscando a los rebeldes que no se plegaban a la
voluntad del soberano de los necrontyr, el Rey Silente. Y, con extrema
violencia, los conducían hacia su destino eterno.
Pero la Gran Crónica de los Reyes
habla de un lugar donde las arcas fantasma fracasaron. Allí eran derribadas tan
pronto su esquelética figura se dibujaba en el firmamento. Era el último
refugio de quienes escapaban a la fatalidad y su nombre era Solaris. Por acoger
a los insumisos a su raza, el Gran Rey de Solaris fue llamado hereje y traidor.
Se le consideró fundador y heresiarca de todo un movimiento heterodoxo y fue
condenado a postrarse ante el Rey Silente, vivo o muerto.
El Gran Rey se llamaba Proteus: el
heresiarca Proteus Hyperion que había desoído el mandato de los dioses y que retrasaba un
final inevitable. Pero el Gran Rey no era un necrontyr más inteligente o mejor que el
resto, simplemente conocía las maquinaciones del Embaucador y no estaba
dispuesto a dejarse engañar. Y las conocía porque Proteus guardaba un secreto.
El secreto del Gran Rey estaba
vinculado con la tierra misma. Solaris era un planeta frío e inhóspito, donde
la antigua raza vivía sometida a la naturaleza. En un mundo con temperaturas
tan bajas como Solaris, la única fuente de energía y vitalidad procedía de un inmenso
cuerpo celeste que recorría el firmamento todos los días: una estrella
brillante que otorgaba unas pocas horas de luz y calor a todos los habitantes
del mundo helado. Pero este inmenso cuerpo celeste no era sino la forma divina
de una c’tan: una hermana del Embaucador y otro peligroso ser inmisericorde.
Así pues, los c’tan y sus poderes no eran del todo desconocidos en el mundo de
Solaris. Y menos para Proteus. Mucho antes de la bio-transferencia, el Gran Rey
había escuchado historias sobre el pacto de la Triarca con Mephet’ran y había
sentido la terrible tentación de viajar hasta este colosal ente que iluminaba
su mundo para averiguar la verdad.
El viaje de Proteus hasta el corazón
de la estrella no fue una travesía sencilla. El Gran Rey recurrió a las
poderosas reliquias de sus ancestros, atravesó mares de incandescente furia y
navegó a través del cosmos a bordo de la más rápida de las naves. Su odisea le
llevó un tiempo incalculable y la pérdida de todos sus compañeros. Pero tras
una docena de pruebas y pesares, el gran Proteus se adentró en lo más profundo de
la estrella, donde la ígnea c’tan adoptó su forma genuina y terrible.
Proteus Hyperion se postró a sus pies y cayó rendido al instante cuando la c’tan pronunció su nombre. No existen palabras para describir la oleada de emociones que embargó al Gran Rey en su búsqueda de respuestas. Años de sacrificios y dolor quedaban mitigados en presencia de la c’tan, de la que Proteus cayó profundamente enamorado. La perfecta silueta del ente divino encandilaba al Gran Rey al tiempo que desvelaba su auténtica naturaleza como hermana del Embaucador. La c’tan tenía un nombre, compartido con el del planeta del que Proteus procedía: la terrible Solaris, la luz del cosmos, a la que los ancestros de los necrontyr adoraban aún sin conocer su odioso origen.
La c’tan disfrutó de las
atenciones del Gran Rey que, a partir de ese momento, la sirvió con absoluta
devoción y amor desmedido. La obsesión de Proteus por la c’tan le empujó por
senderos desconocidos y por prácticas prohibidas, que ella correspondió divertida.
También permitió a los necrontyr obtener información privilegiada sobre las
oscuras intenciones del Embaucador.
Para cuando los c’tan comenzaron
su cosecha de la antigua raza y pasaron a intercambiar sus blandos cuerpos por
la necrodermis metálica, los habitantes de Solaris ya sabían lo que estaba
sucediendo. El Gran Rey mandó activar las defensas, puso a su mundo en estado
de sitio y se preparó para resistir la embestida de sus enemigos, que no
tardaron en llegar.
Las legiones de los recién
forjados necrones desembarcaron en Solaris y acometieron contra sus antiguos
hermanos con una furia desmedida. La tecnología de la antigua raza era
formidable, pero los necrones eran inmortales y el poder de los c’tan recorría
sus engranajes. Millones de necrontyr perecieron y millones más fueron
conducidos a las cámaras de la bio-transferencia.
Unos pocos resistían en el último
baluarte del Gran Rey. El heresiarca Proteus Hyperion los dirigía, combatiendo contra todo
aquel que amenazaba sus paupérrimas vidas. Mas no tardó en quedarse solo,
derrotado y con la sangre de sus camaradas empapando sus vestiduras. Sus
enemigos le rodearon y se prepararon para el golpe final.
Herido y desesperado, Proteus extrajo
de sus ropas el estuche que contenía su venganza y lo acarició con toda
delicadeza. Al abrirse, un orbe del tamaño de un puño se alzó sobre todos y
detonó en un estallido que destruyó el palacio, la ciudad y parte del gélido
planeta. Fue un estallido tan violento que, por un momento, deslumbró a toda la
galaxia: era la manifestación física de la c’tan Solaris, la luz del cosmos,
ardiendo con incandescente ira.
La c’tan abrasó a los necrones
hasta reducirlos a ceniza, pero no causó daños al agonizante Proteus, cuyos
estertores alertaron a la diosa, cautivada en ese momento por el sacrificio del
Gran Rey. La c’tan tomó en sus brazos a Proteus y lo condujo flotando hasta
dimensiones más allá del tiempo y del espacio. Se dice que llegó a viajar hasta
los confines del universo para pedir a sus divinos hermanos que salvasen al
único mortal que se había atrevido a cortejarla.
Solo uno de sus hermanos escuchó
la plegaria de la c’tan. Por desgracia para ella, dicho hermano era Mephet’ran,
que estuvo de acuerdo en salvar al necrontyr. Proteus no llegaba a entender cuanto
sucedía a su alrededor, pues solo veía las formas divinas de su amada y de la
corte de los dioses discutiendo en lenguas incomprensibles.
Entre lágrimas ardientes, la
c’tan Solaris aceptó la propuesta de su hermano el Embaucador y accedió a
salvar al moribundo Proteus. El heresiarca y la diosa Solaris cruzaron una última
mirada de cariño antes de que la bio-transferencia diese comienzo y el
Embaucador separase el alma y el cuerpo del aterrado necrontyr. Cuando esto
sucedió, un gigante de acero necrón dio sus primeros pasos en la galaxia,
portando en su pecho la insignia dorada de la Dinastía del Sol.
La diosa tomó forma frente al
nuevo cuerpo de Proteus, erguido e inmortal, y cogió sus manos para conducirlo de
nuevo a su hogar. Pero en los ojos artificiales del Gran Rey ya no había amor.
Solo una extraña sensación de vacío y un incomprensible protocolo que se repetiría
por los siglos de los siglos: yo soy Proteus Hyperion, el Gran Rey, el que siempre
buscará al Sol.
Y por un instante, que para
muchos duraría milenios, Solaris se apagó.
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